Eran sus ojos cristal, los ojos que aún
cuando cierro los míos, me acompañan. Era su pelo, de un color que
tras los años se me antoja rojizo, su manera de resolver con atajos
los desbarajustes de los que la rodeaban. Su esmero en cada nudo de
crochet, sus recetas que hoy cocino, el olor a café de su casa y
las novelas de mediodía. Era ese pilar silencioso que sujetaba cada
vértebra de mi madre y que solo hoy soy capaz de admirar. A pesar de
su menudez era inmensamente comparable a un remanso de paz cuando me
peinaba. Solía quejarme de sus coletas y los lazos que me ponía y
hoy pactaría con el diablo porque me devolviera una caricia. Cuando
ella partió lo primero que dije fue “abuela está en el cielo”
y ahora me doy cuenta que no fue al cielo, sino que su entrada
inauguró un paraíso dando la bienvenida a un ángel. Sé que era mi sombra porque la fuerza de los momentos duros sale de una parte
mía que le pertenece. Nos regaló sus ojos, pero sobre todo,
creó a la mejor madre que podría tener y que aprendió de ella a
ser loto que flota en las adversidades.