jueves, 17 de diciembre de 2009

Tu silencio habita el mío.




Me faltan respuestas, pero pena me da que ya no me queden preguntas. Quisiera escribir los versos más tristes esta noche o que te guste cuando calle, porque parezco como ausente, pero la verdad es que el viento es verde y las ramas también, igual que aquella niña de Bécquer que se quejaba del color de sus ojos, como los ojos de las náyades, de Minerva o las hourís del Profeta. Quisiera dedicarle una copla a mi padre, como lo hizo Manrique, que hable de la muerte, de lo lejos que está en ocasiones la vida. Quisiera que Lorca me dijera  si Te querré como entonces alguna vez o Qué culpa tiene mi corazón, pero si él jamás encontró el amén a estas incógnitas quien me promete a mí la solución. Ya lo decía Ramón Jiménez, yo solo soy esta que camina a mi lado sin ser vista, la que queda en pie cuando muere. Y a veces, pienso para mí, porque no sé como hacerlo para otros, Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto, me lo dijeron desde Nicaragua, que sabría entonces Rubén Darío sobre mi vida y ya me gritaba al oído estas cosas. Ojala esta sea una carta sin despedida, como las que le gustan a Ángel González, de esas donde se escriben que te odio tanto, que te veo distinto, que cuando sonríes te reconozco y vuelvo a amarte. Supongo (eso lo sé hacer bien) que por el dolor se llega a la alegría, que por el dolor existe el alma, lo dice alguien que tiene en su nombre un metal duro, frío, que tiene el Hierro como apellido y que adivino que de estos temas tendrá un doctorado.
Si supiera hablar con mis palabras no robaría a otros poetas. Más que ellos de la vida no sabe nadie, que saben ponerle nombre a lo innombrable y se mantienen inmortales en el tiempo y en el alma.

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