miércoles, 4 de mayo de 2011

Corre.



Me da miedo ver parado a alguien en esta ciudad de celeridad. El pitido impaciente del metro nos hace correr desesperados, exasperados, irritados para colarnos por la rendija de sus puertas. La gente deja espacio en las escaleras mecánicas para subir ansioso por el lado izquierdo. Nos adelantamos por las calles, nos pisamos, nos volvemos ciegos. No eres nadie, no miras a los ojos, vamos vendados por nuestra rutina y quehaceres, ensordecidos por nuestras responsabilidades. Ver a alguien parado es ver a alguien maquinando, observando. No finge que tiene algo que hacer, contempla y eso, en Barcelona, me asusta.
En Tenerife me daba miedo ver a alguien correr, porque eso significaba que huía, allí, o la gente va con tiempo a los sitios o los sitios esperan por las personas, aquí, el tiempo se precipita sobre ti. Cuando alguien está parado no deserta de si mismo con preocupaciones banales, el tiempo le sobra y puede dedicarse a hurtar en la vida de los demás, en pensar en otro más que en si mismo (tal vez, porque entre tanto tiempo ya ha podido conocerse o tal vez porque no le interesa saber quién es). Me preocupa más este hecho en sí que si su intención es colar su mano en mi bolso.
Huí de Tenerife porque odiaba que se entrometieran en mi vida, gente que no sabe de mí, más que mi forma de vestir. Pensar que aquí hay personas que tienen tiempo para hacerlo, me aterra y a la misma vez, contagiada por ese esquema axial que sigue Barcelona de no preocuparte más allá de ti mismo y tu neurosis, me importa menos que lo que me importaría en mi isla.
Aquí no importa que tus pies vayan más rápido que tu cabeza, un pie detrás de otro siempre conduce a un sitio. Si piensas a dónde vas o si te planteas siquiera si vas a llegar te retrasas en una lucha por ser alguien. Por eso corres, para ser el primero en cruzar la meta.