jueves, 12 de abril de 2012

Los tacones de mamá

Recuerdo escuchar cada mañana los tacones de mi madre por el pasillo. Un día me confesó que sobre ellos se sentía más segura, más guerrera. Esos centímetros de más le permitían ver el mundo desde otra perspectiva, como quien se asoma a un balcón y ve las coronillas de las personas que ajenas pasean por la acera. "Desde allí arriba se debe respirar mejor" pensaba, y por la cara que ponía mi madre cuando los llevaba, estar sobre ellos supondría algún tipo de felicidad mística femenina. Su paseo elegante por cada pasillo que atravesaba le recordaba que cuando pisaba, sus huellas debían ser imborrables. Siempre me decía que uno de los sonidos que más le gustaba era el tac-tac-tac de sus preciosos tacones y con el tiempo se ha convertido en uno de mis mayores placeres. Mi madre es esa mujer que cuanto más años tiene, más bella es. Tal vez porque la experiencia ha curtido en cada uno de sus gestos un suspiro de admiración en cualquier persona que la conoce, de hecho, mi madre ya no necesita tacones para ser más grande, porque sus pasos llenan cualquier espacio vacío (y arrebata los que ya están llenos). Me encantaría que ella se diera cuenta de lo bonita que es cuando despierta sin ellos, cuando cuida sus plantas con calzado plano o cuando la descubro concentrada leyendo en zapatillas de levantar. Echo de menos sus pasos, pero cuando algo se tambalea en mi vida, solo tengo que ponerme mis tacones e imitar sus andares para recordarme que puedo ser tan invencible como ella me lo parece a mí.